Las colinas de África, el Cabo Espartel, Tánger -con sus luces naranjas- son los farolillos que adornan el cuadro que veo desde el fondo de esta gruta.

Noto un aire distinto, percibo el oxígeno -impregnado de yodo- que abre las puertas de mi garganta y mis alveolos, de par en par.

Me sugestiona tu ausencia, en la playa, cosa que empuja mis ganas de entrar al agua y observarte desde ahí… tú sobre una toalla multicolor, tu teléfono portátil y cuántas cosas más que llevas en el maletero de tu memoria. Cuando te bañas, despojándote de ese todo, horrible, que traes, veo flotar las miserias con las que comulgas por un puñado de monedas.


Te vas acercando, kilómetro a kilómetro; cuando arribes a la orilla me habré marchado ya.

Vigía de Trafalgar


Cada año sucede igual. En cuanto pasa el verano mi entorno se vuelve plácido y sosegado. Y en estas noches invernales, tras el espectáculo de un ocaso precioso que se produce diariamente y me lleva a abrigarme, me retiro a una cueva diferente -ahora- donde nadie enturbie mi sueño carnal ante el fuego de mi pobre lumbre, mi primer y único cobijo se encuentra ocupado por una panda de blancos con lengua extranjera.

Las colinas de África, el Cabo Espartel, Tánger -con sus luces naranjas- son los farolillos que adornan el cuadro que veo desde el fondo de esta gruta mía, hacia afuera.

He colocado unos papelillos clavados a la tierra, frente a la misma entrada de la cueva, que me dicen hacia adonde y con qué fuerza me espera el viento cuando salga. También unas caracolas, esparcidas, que actúan como alarma que indique extraños acercándose. Otra cosa son las piedras que delimitan una senda -casi imaginaria- que he trazado para las noches que regreso ciego de humo y vino.

Vigía de Trafalgar